lunes, 27 de octubre de 2008

La verdad es un secreto inconfesable



A veces, ya no siempre, escruto las ventanas del alma de los demás a modo de jueza universal: pobres diablos.

Hace ya tiempo que nos encontramos, la conocí sin saber quién era ella, pero me abrumó de tal manera que ya no la pude olvidar. Cada mañana, en mis sueños, aparece por los cruces de las esquinas de las calles sin nombre para que la recuerde siempre. Sin embargo, hoy en día no me causa tanta la impresión de su presencia; antes era distinto, creía era la única que podía observarla y a cambio ella me hacía compañía, me perseguía, susurraba, hasta agredía con esa imperante y sentenciosa fortaleza psíquica. No podía apartar la mirada, ni ver más allá de su existencia.

¿Era buena o era mala?

Al principio la consideré como una virtud, pero acabó convirtiéndose en una sombra borrosa, lánguida y de dedos huesudos que me acechaba y no auguraba placer ni belleza, solo un dolor punzante que emanaba de sus ojos como sangre de santas. Hubiera preferido no haberla mirado nunca, que ella no hubiera reparado en mi, que no iluminara mi camino para así esclarecer el mundo de las tinieblas que nos rodeaba, que por cada beso, se disparan dos balas; y que por cada bala, quedan innumerables corazones rotos.

Seré entonces el lacayo de cupido que recoja los pedazos de lamentos desprendidos del cielo. Que por amor juré que nunca una semilla brotaría de mi para vivir infeliz, ser la sed del hambriento, la queja de un sufrir silencioso o violento, como principio de lealtad no desearía al prójimo lo que yo repudiara, hasta lograrlo, seguiré siendo esperando con esta letanía dejar de serlo.

1 comentario:

Katrina Van Dassos dijo...

Ni un ápice de infelicidad, por favó.

Además las lágrimas de sangre, como en año Mariano, son simples triquiñuelas. Ni son lágrimas, ni son sangre. Son una cortina con dibujos de lágrimas color sangre.


Besus reales. De realidad y de realeza.