lunes, 3 de noviembre de 2008

Niña Gato Campana


La nieve comenzó a caer en ese espacio de tiempo en el que los cuerpos a menudo descansan.

Cuando Irene despertó perezosamente, saltó de la cama con un alarido de júbilo al descubrir tras las persianas un paisaje de nubes blancas que acariciaba cuánto ella conocía hasta la escuela a la que esta mañana de sábado no tendría que acudir. En la cocina el olor a café y el vaivén de las hojas del periódico en manos de su padre daba a entender cuán distintas serían sus labores. Mamá aún en bata trataba de taimar el ánimo casi huracanado de Irene:
Por favor, cálzate y toma el desayuno.

Pero la niña que sabía su edad no superaba las ramificaciones de sus manos, no podía esperar a contar los segundos para tocar el esponjoso granizado que la aguardaba tras el umbral y los 16 escalones que rodaría hasta su encuentro.

Irene se atavió con unos gruesos calcetines, un par de camisetas a modo de escudo contra el frío, y un mono impermeable para hacer frente a las posibles bolas que pudieran interceptarla en su camino. Tras ella, su madre, coronaba su fina cabellera con un gorro de lana rojo, esposaba con guantes a rayas y casi ahorcó con una bufanda que nada tenía que ver con el resto del atrezzo, complementos abandonados con el cambio de estación en no se sabe bien dónde van a parar las prendas que se pierden a pesar de su uso.

Una vez fuera, liberada de toda vigilancia, sacó burlona la lengua para captar algún copo aletargado. Como una gota de rocío que resbala de su cuna para besar el suelo. Sin recompensa, crujió el fino entramado de hielo con sus botas apresquí saboreando las cosquillas que este sonido hacía a sus oídos. Música acompañada por las campanas de la iglesia que a cada hora llamaban a sus feligreses, como los cierres de los locales, en concreto de los bares, aclaman a sus propios parroquianos.

El trazo de sus huellas parecían dibujar el despertar del barrio con un imaginario juego de “sigue los puntos” parando en el kioso junto al semáforo para saludar a Julio y llegar al parque, dónde los perros acudían como ellas dos veces al día, con sus dueños deambulando a esta hora -taza de café en mano- con dos cuchilladas en la cara a modo ojos. En la pastelería, pegó la nariz colorada contra el escaparate e imaginó cual de todas las fragancias que emergían de la tienda correspondía a cada pieza recién salida del horno, por supuesto Marisa le regaló una bolsa con churros por su picardía.

Sólo le quedaba por cruzar el puente para haber regalado su sonrisa desdentada a cuántos la conocían, ni uno más ni uno menos. En aquella zona arbolada el vestigio temporal había transformado la casa de ladrillo rojo de su abuela en una de esas sumergidas en una bola de cristal que cuando la agitas, lágrimas blancas se mecen entre ensoñaciones. Después de respirar profundamente, paralizada frente a aquella estampa idílica, corrió dejando un surco de vaho tras de sí jaleando para anunciar su llegada.

Por fin, bajo la atenta mirada de su aboa, junto al fuego de la chimenea y entregada por completo al complejo trabajo de sumergir el regalo de la panadera en un caliente chocolate sin que se perdiera en su espesura, apareció Mauri. Un gato atigrado naranja de ojos verdes que ronroneando y circulando entre todos los muebles fue a los pies de la ama y observar, desde fuera, como todos nosotros, la caperucita particular de este cuento.

1 comentario:

Katrina Van Dassos dijo...

La nieve mola. Los perros y el parque molan. As badaladas, molan. Los gatos dan yuyu... cómo miran por dentro.